La historia de Mary Anderson, la mujer que inventó el limpiaparabrisas de los coches

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Mary Anderson, inventora del parabrisas

Imagina tener que salir de tu coche cada vez que algo manchase la luna: lluvia, nieve, barro, polvo, algún insecto despistado, algún deshecho imprevisto… Estuvieras donde estuvieras, fuese verano o invierno, porque la limpieza del cristal frontal es necesaria para la seguridad vial.

Así debía hacerse antes de  1908, año en el que se generalizó el uso del limpiaparabrisas tras ser instalado en los modelos del Ford T, el coche que cambió el mundo abaratando los costes de producción al apostar por el trabajo en cadena y haciéndolo más asequible, facilitando así la adquisición de estos vehículos a la clase media.

Hasta entonces, tranvías, autobuses, coches o cualquiera que fuese el vehículo, si disponía de luna, requería un mantenimiento constante ante condiciones climatológicas adversas, por lo que había quien se ofrecía a limpiarlos rápidamente a cambio de unas monedas y también quien debía autogestionar sobre la marcha la limpieza de su automóvil.

Fue precisamente observando al conductor de un tranvía que tuvo que detener el vehículo para limpiar el cristal, cuando una mujer pensó en una forma de cambiar las cosas. Ella era Mary Anderson y por aquel entonces tenía cerca de 40 años. Su solución era lógica y  práctica: había que automatizar aquella tarea de limpieza.

Anderson nació en Alabama en 1866 y trabajó durante casi una década en el ámbito de la construcción en Birmingham, gestionando los apartamentos Fairmont, hasta que en 1889 decidió trasladarse a California y probar con la ganadería y la viticultura. La idea que hizo que su nombre haya trascendido hasta hoy surgió de forma casual, durante un viaje a Nueva York en el que observó lo incómodo que resultaba un viaje en el que el conductor tenía que bajar del vehículo en varias ocasiones para mantener limpia la ventana frontal y asegurarse de que tenía buena visibilidad para conducir.

Con el objetivo de agilizar la tarea, Anderson pensó en cómo diseñar un dispositivo que permitiese lavar la ventana del vehículo controlándolo desde el interior. No era la primera persona en tratar de encontrar una solución al problema, pero sí quien presentó el diseño que haría Historia, aunque nunca llegase a reconocerse su apellido.

El resultado final fue un mecanismo en el que, al accionar una palanca integrada en el interior del coche, un resorte permitía mover en dos sentidos un brazo de metal que recorría el parabrisas y que se mantenía pegado al cristal gracias a un contrapeso, asegurando el contacto entre la escobilla y la luna.

El 10 de noviembre de 1903, Anderson consiguió patentar su invento con el número 743.801 en la oficina de patentes de Estados Unidos. Dos años más tarde, ya mejorado, trató de venderlo sin éxito, al no ser considerado útil e, incluso, una distracción al volante. La lucha de Anderson se mezcló con la apuesta de Henry Ford por el invento, que decidió instalar la idea en su modelo más popular. Pronto, otros fabricantes comenzaron a imitarlo e incorporarlo a sus modelos, quedando huérfano el parabrisas, siendo de todos y de nadie en concreto y, su creadora, dueña de una patente caducada que nunca llegó a darle beneficio.

Anderson regresó a Birmingham y a su gestión de los Fairmont hasta su fallecimiento en 1953. Catorce años más tarde de patentar el primer parabrisas, otra mujer haría lo propio con un formato eléctrico, Charlotte Bridgwood, a quien también se asignan inventos como la señal de giro del automóvil y una aplicación para evitar el empañamiento de los cristales.





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